No se por qué, pero desde que salió el sol presentí que algo nuevo iba a
suceder. Las crines del cuello se me erizaron, como aquella vez en que lograron
amansarme, después de varios intentos por zafar de los bultos humanos que aparecían
sobre mi lomo (algunas veces con agresividad); o cuando me compró mi actual
dueño, porque en el primer momento lo observé con desconfianza, sin imaginar
que conviviríamos muchos años en este campito de Chivilcoy. Presencié el
nacimiento de sus tres hijos, los fui llevando de a uno a la escuela, acudí a los
casamientos con ornamentaciones de cuero reluciente, e incluso conocí algunos
nietos. Mis crines se aclararon al igual que su pelo, y las arrugas de la vejez
demarcaron nuestros rostros. Ya no puede montarme, de todos modos mis patas
tampoco podrían soportar su peso. Por eso presiento algo. Sale de la casa y se
acerca con lentitud, ayudado con el bastón de tacuara. Sus ojos
enrojecidos demuestran que tristes pensamientos lo agobian. Dejo que me
acaricie y hociqueo su hombro, habitual demostración de afecto entre ambos, por
eso no percibí la llegada del camión.
Rodeado por una nube de polvo se detiene muy cerca. El conductor desciende
y se saludan; entre abrazos y frases de aliento (sigo sin comprender), el desconocido
le entrega unos billetes a mi patrón quien, sin revisarlos, los guarda en el
bolsillo. El camionero se acerca y me toma de las riendas. Mi viejo amigo seca
unas lágrimas con el pañuelo y se aleja. ¿Qué pasa? ¿Quién es este hombre?
Recibo unas palmadas en el anca para apurar el paso hacia la explanada y el
interior del camión. Allí recibo la mirada resignada de otros tan viejos como
yo, aunque con aspecto más deteriorado. El portón se cierra y el camión
emprende su marcha alejándome de la casa. Mi viejo amigo se introduce en ella
como si no pudiera soportar la escena (su corazón ya no es tan fuerte), el
polvo oculta el paisaje que tantos años recorrí al galope con mi familia.
Ahora sí comprendo.