EL ÚLTIMO DISPARO
Llegó a la casucha abandonada, ubicada en pleno campo. La ruta quedó detrás, a unos cinco o seis kilómetros, por eso debió guiarse con las luces del patrullero para no errar la débil huella del camino, evidentemente poco transitado. El urgente llamado por radio de su amigo y compañero Fernández lo desvió de la ronda rutinaria por la ciudad. Según le estaba contando, había hallado el escondite de la bandita que robó la ferretería del centro durante el fin de semana, en donde fallecieron su dueño y un cliente, asesinados a quemarropa para quitarles apenas unos pocos pesos de la recaudación y algunas herramientas pequeñas cuando, repentinamente, al escucharse varias detonaciones la comunicación se cortó.
Descendió del patrullero y, sigilosamente con el arma en la mano, avanzó hasta el coche de Fernández, detenido con las puertas abiertas y las luces altas encendidas. La noche y la oscuridad, en una simbiosis total, se mezclaron con el resto creando un cuadro tenebroso de la situación.
- ¡Fernández! ¿Me oís? - exclamó en voz alta.
- ¡Acá! ¡Entrá tranquilo, ya no hay peligro! – respondió su compañero desde el interior de la vivienda.
Una precaria puerta de madera abierta, botellas de cerveza vacías desparramadas por el suelo, paredes sin revoque y un techo de chapa casi desmoronado son el escenario que se presentaron a su paso. Siguió hasta una habitación contigua en donde se produjo el hallazgo: el cuerpo sin vida de un muchacho bajo una ventana rota, con evidentes impactos de bala en el pecho y su revólver en el suelo; otro cuerpo boca abajo, cubierto de sangre y con su arma aún humeante en la mano, se encontraba junto a Fernández, quien estaba sentado en el piso con la nueve milímetros aferrada en su diestra, en completo silencio.
- ¡Bien, Cachito! ¡Lograste bajarlos! ¡Te anotaste un poroto para el legajo!
- Si. . . lo hice. . . - le contestó en voz baja y temblorosa.
- ¿Llamaste a la comisaría? Van a tener que enviar al forense.
- No, todavía no. Te esperaba – respondió sin desviar su mirada del cuerpo en el suelo.
- Sí, pero. . . hay que cumplir con el protocolo ¡Ya salgo y doy el aviso!
- ¡No! ¡Esperá! Espérá un minuto -- gritó mientras giraba para mirarlo a la cara.
Lo alumbró con su linterna y observó una lágrima que caía lentamente por su mejilla, proveniente de unos ojos enrojecidos por haber derramado otras anteriormente.
- ¿Qué te pasa? – le preguntó extrañado por el comportamiento de Fernández.
Se produjo un silencio que pareció eterno, aunque duró solamente unos segundos. Su compañero volteó el cuerpo del occiso que estaba a su lado y lo señaló con el dedo.
- Él. . . él es mi hijo.
- ¿Cómo? ¿Cómo que tu hijo?
- Sí, mi hijo. Ya sabías que tenía malos amigos, que un par de veces tuve que interceder para sacarlo de la comisaría por grescas. Faltaba mucho de casa, no obedecía, y en más de una ocasión le faltó el respeto a mi esposa. Nunca lo pude corregir; más bien, ni yo ni mi señora supimos hacerlo. Y ahora, luego de los disparos y la arremetida dentro de la casa, me encuentro con esto, mi hijo, muerto por mi arma, por mi mano. ¿Entendés? ¡Acabo de matar a mi hijo!
No supo qué responder. Observó la escena pero no pudo razonar, la situación era muy fuerte y todo se había precipitado con tanta brusquedad que no encontró las palabras justas para decirle a su amigo. Finalmente, tomó coraje y exclamó:
- ¡Bueno Cachito! ¡Calmáte! Vamos, salgamos para que tomés un poco de aire.
Fernández lo miró a los ojos y notó que los suyos se humedecían con mayor intensidad. Se puso de pie y lo abrazó con fuerza, llorando desconsoladamente.
- Llorá, Cachito. Llorá, desahogáte que estamos solos, nadie nos ve.
Se secó el rostro con la manga de su camisa y volvió a ubicarse de rodillas ante el cadáver.
- Vamos, Cacho. Salgamos – dijo mientras lo palmeaba en el hombro.
- No, todavía no. Dejáme unos minutos más a solas con mi hijo. Esperáme junto al patrullero. Ahora sí, si querés podes llamar a la central para que vengan. Pero dejáme un poco, quiero despedirme.
- Está bien, pero por favor tranquilízate. ¿Vas a estar bien?
- Sí, sí, déjame un rato solo.
Salió de la casa. El coche de Fernández era el más próximo así que se asomó al interior y tomó el radio. Apretó fuerte el botón correspondiente para iniciar la llamada.
- ¡Atención central! ¿Me escuchan?
- ¡Aquí Central! - exclamó la inconfundible voz de Marta, telefonista de turno.
- Aquí el agente Diego Urquiza.
- Aquí Central. ¿Alguna novedad?
Quiso responder cuando escuchó el disparo. Su sonido penetró toda la extensión rebotando contra los árboles cercanos. Varios pájaros que descansaban en las frondosas copas se espantaron y al unísono hicieron sonar sus alas, en un terrorífico aplauso por el desenlace de la función que presenciaron desde el principio. Fue el disparo, el último disparo efectuado por Fernández, por su mano, por su vida.
- ¡Aquí central! ¿Alguna novedad?
Gabriel López
2008
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