EL CASO DEL DOCTOR SPANGEMBERG
El Doctor Spangemberg quitó el aire de la
jeringa, llena con líquido azulado,
hasta que unas gotas salieron por el extremo de la aguja. Luego, lo inoculó en
el tallo de uno de los arbustos del laboratorio. La planta comenzó a desprender
sus hojas hasta quedar desnuda (con mi reloj de bolsillo calculé el tiempo:
cinco minutos). Me puse los guantes de goma y arrojé el recipiente vacío en la
bolsa que más tarde incineraría en la mufla. Él, en tanto, anotaba todo en su
libreta.
Rudolf Spangemberg era un botánico y
bioquímico renombrado en toda Alemania. Por contactos políticos logró llegar al
entorno íntimo del Führer, quien se
interesó en sus investigaciones; le entregó todo lo que precisaba: un
laboratorio bien equipado y una buena cantidad de francos. Los últimos meses
vivió obsesionado por el estudio del ADN en los vegetales ―gracias a unos
manuscritos que le entregó, antes de
morir, su amigo Albrecht Kossel,
colega científico de Berlín―, y la posibilidad de modificar su estructura con
mezclas químicas que solamente él conocía. Para tal fin, mandó traer de
Argentina varios ejemplares de Ilex paraguariensis, un arbusto muy común en
Sudamérica. Yo, apenas tenía la experiencia de un trabajo anterior en una
botica, preparando mezclas de hierbas para diferentes enfermedades. El Doctor
me apreciaba mucho y no dudó en nombrarme su ayudante.
De una vitrina extrajo otro líquido ―esta
vez purpúreo―, y llenó otra jeringa. Se
acercó a la maceta ubicada frente a la ventana y la inyectó. Me pareció que la
planta movía una de las ramas y noté que el doctor también, pues acomodó sus
lentes para observar mejor la situación.
―¡Rápido!
¡Vaya a buscar la máquina fotográfica! ¡Creo que estamos ante un acontecimiento
fundamental para la ciencia! ―me dijo exaltado.
Salí a la calle y me dirigí hacia la esquina
para informarle al agente policial, quien hizo sonar el silbato.