miércoles, 9 de octubre de 2013


EL CASO DEL DOCTOR SPANGEMBERG



El Doctor Spangemberg quitó el aire de la jeringa, llena con líquido azulado, hasta que unas gotas salieron por el extremo de la aguja. Luego, lo inoculó en el tallo de uno de los arbustos del laboratorio. La planta comenzó a desprender sus hojas hasta quedar desnuda (con mi reloj de bolsillo calculé el tiempo: cinco minutos). Me puse los guantes de goma y arrojé el recipiente vacío en la bolsa que más tarde incineraría en la mufla. Él, en tanto, anotaba todo en su libreta.
Rudolf Spangemberg era un botánico y bioquímico renombrado en toda Alemania. Por contactos políticos logró llegar al entorno íntimo del Führer, quien se interesó en sus investigaciones; le entregó todo lo que precisaba: un laboratorio bien equipado y una buena cantidad de francos. Los últimos meses vivió obsesionado por el estudio del ADN en los vegetales ―gracias a unos manuscritos que le entregó, antes de morir, su amigo Albrecht Kossel, colega científico de Berlín―, y la posibilidad de modificar su estructura con mezclas químicas que solamente él conocía. Para tal fin, mandó traer de Argentina varios ejemplares de Ilex paraguariensis, un arbusto muy común en Sudamérica. Yo, apenas tenía la experiencia de un trabajo anterior en una botica, preparando mezclas de hierbas para diferentes enfermedades. El Doctor me apreciaba mucho y no dudó en nombrarme su ayudante.
De una vitrina extrajo otro líquido ―esta vez purpúreo―,  y llenó otra jeringa. Se acercó a la maceta ubicada frente a la ventana y la inyectó. Me pareció que la planta movía una de las ramas y noté que el doctor también, pues acomodó sus lentes para observar mejor la situación.
―¡Rápido! ¡Vaya a buscar la máquina fotográfica! ¡Creo que estamos ante un acontecimiento fundamental para la ciencia! ―me dijo exaltado.
Corrí hasta la habitación contigua y recogí el trípode con la máquina; coloqué en mi bolsillo la bolsa con magnesio y regresé al laboratorio. Calculo no haber demorado más de dos minutos, por eso la sorpresa me dejó consternado. El Doctor Spangemberg yacía muerto en el suelo. La maceta estaba vacía y había tierra desparramada por toda la habitación. Me asomé por la ventana, y no vi a nadie. Tomé el anotador. Spangemberg alcanzó a escribir: “Ensayo 285. Inoculación total. Efecto esperado. El cambio se produjo”.

Salí a la calle y me dirigí hacia la esquina para informarle al agente policial, quien hizo sonar el silbato.

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